Una conciencia rectamente formada
Hace poco leía en algún sitio (refiriéndose a la planificación familiar y la normal moral de la Iglesia sobre la misma) un comentario que venía a decir que la conciencia rectamente formada es el valor moral máximo para tomar una decisión ante un conflicto, mayor aún que las normas morales que dé la Iglesia. A lo cual otro tertuliano contestaba que «efectivamente, aunque una conciencia rectamente formada nunca iría en contra de lo que dice la Iglesia«.
No vengo a hablar ahora de la planificación familiar, métodos anticonceptivos, etc., y lo que la Iglesia dice de ellos, aunque así lo pareciera por la anécdota, si no más bien a apuntar algo sobre la capacidad de formarse una opinión y obrar en conciencia, de eso que llamamos «conciencia rectamente formada«, yendo un poco más allá de los temas sexuales, donde pareciera que es el único sitio donde se puede aplicar… apenas unos apuntes para provocar alguna reflexión.
Si algo agradezco sobremanera (entre muchas cosas) a la educación que he recibido y que sigo alimentando, por parte de todo mi entorno (familia, centros educativos, amigos, comunidad de fe, etc.) es la importancia de asumir decisiones y posturas ante la vida y sus muchos avatares, de una manera personal, serena y reflexionada, atendiendo a lo que se me dice y dejándome interpelar por la experiencia, por la Palabra de Dios, fuente de vida, de verdad y de esperanza, y también escuchando la «voz interior» por la que creemos que también nos habla el Espíritu de Dios.
«La conciencia ””dice san Buenaventura”” es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar«.
Una de las cosas que más grabadas tengo en mi corazón son las palabras de mis padres, repetidas muchísimas veces a lo largo de toda mi vida, incluso en mi época adulta: «Javier, ante todo hay que ser una buena persona«. Un sencillo y claro mensaje que he procurado tener siempre presente en mi vida. Un mensaje clavado a ese primer principio fundamental de la ética: «Haz el bien, evita el mal«.
Transcribo un pequeño cuento escrito por Alfonso Aguiló:
Vivir de topicos
Un grupo de científicos colocó cinco monos en una jaula, en cuyo centro dispusieron una escalera y, sobre ella, un racimo de plátanos, de los que a los simios resultaban más apetitosos.
Cuando un mono subía por la escalera hacia los plátanos, los experimentadores lanzaban de inmediato un chorro de agua fría sobre los monos que esperaban abajo.
Después de algún tiempo de repetir el experimento, lograron que cada vez que un mono intentaba subir la escalera, los otros monos lo agarraban y no le dejaban hacerlo, por mucho que se resistiera. Pasado algún tiempo más, ya ningún mono hacía el menor ademán de subir por aquella escalera, a pesar del hambre que tenían y de la tentación de la apetecida fruta que tenían tan cerca.
Entonces, los científicos sustituyeron uno de los monos por otro nuevo.
Lo primero que hizo este nuevo mono fue intentar subir la escalera, pero fue rápidamente retenido por los otros y recibió una buena paliza. Después de repetirlo algunas veces más, el nuevo integrante del grupo comprendió que no debía hacerlo y ya no intentó subir más.
Un segundo mono fue sustituido, y ocurrió lo mismo, con la novedad de que el primer sustituto participó con entusiasmo en la paliza que propinaron al novato.
Al poco tiempo sustituyeron a un tercer mono, y se repitieron los mismos hechos con una exactitud milimétrica. Cambiaron después al cuarto mono, y, finalmente, al último de ellos. Quedó por tanto un grupo de cinco monos nuevos que, aunque nunca habían recibido el baño de agua fría, continuaban golpeando sin piedad a quien intentase subir la escalera para alcanzar los plátanos.
Si hubiese sido posible interrogar a alguno de los cinco nuevos monos, y preguntarles por qué pegaban a quien intentaba subir por aquella escalera, probablemente su respuesta habría sido del estilo: «No sé, aquí las cosas siempre se han hecho así…».
El «siempre ha sido así» tiene connotaciones rebaladizas. A veces evita que nos podamos plantear a fondo las cuestiones con las que nos toca vivir en el día a día. Es mucho más fácil dejar que «otros piensen por nosotros» que reflexionar, porque formarse e informarse cuesta tiempo y esfuerzo.
Termino con un par de números de la encíclica Veritatis Splendor (63 y 64), aunque es recomendable leer y reflexionar todo su capítulo segundo:
63. La dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva acogida por el hombre; en el de la conciencia errónea, se trata de lo que el hombre, equivocándose, considera subjetivamente verdadero. Nunca es aceptable confundir un error subjetivo sobre el bien moral con la verdad objetiva, propuesta racionalmente al hombre en virtud de su fin, ni equiparar el valor moral del acto realizado con una conciencia verdadera y recta, con el realizado siguiendo el juicio de una conciencia errónea (Cf. S. Tomás de Aquino, De Veritate, q. 17, a. 4.). El mal cometido a causa de una ignorancia invencible, o de un error de juicio no culpable, puede no ser imputable a la persona que lo hace; pero tampoco en este caso aquél deja de ser un mal, un desorden con relación a la verdad sobre el bien. Además, el bien no reconocido no contribuye al crecimiento moral de la persona que lo realiza; éste no la perfecciona y no sirve para disponerla al bien supremo. Así, antes de sentirnos fácilmente justificados en nombre de nuestra conciencia, debemos meditar en las palabras del salmo: «¿Quién se da cuenta de sus yerros? De las faltas ocultas límpiame» (Sal 19, 13). Hay culpas que no logramos ver y que no obstante son culpas, porque hemos rechazado caminar hacia la luz (cf. Jn 9, 39-41).
La conciencia, como juicio último concreto, compromete su dignidad cuando es errónea culpablemente, o sea «cuando el hombre no trata de buscar la verdad y el bien, y cuando, de esta manera, la conciencia se hace casi ciega como consecuencia de su hábito de pecado» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 16.). Jesús alude a los peligros de la deformación de la conciencia cuando advierte: «La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará luminoso; pero si tu ojo está malo, todo tu cuerpo estará a oscuras. Y, si la luz que hay en ti es oscuridad, ¡qué oscuridad habrá!» (Mt 6, 22-23).
64. En las palabras de Jesús antes mencionadas, encontramos también la llamada a formar la conciencia, a hacerla objeto de continua conversión a la verdad y al bien. Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a «transformarse renovando nuestra mente» (cf. Rm 12, 2). En realidad, el corazón convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder «distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto» (Rm 12, 2), sí es necesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de «connaturalidad» entre el hombre y el verdadero bien (Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 45.). Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús dijo: «El que obra la verdad, va a la luz» (Jn 3, 21).
Los cristianos tienen ””como afirma el Concilio”” en la Iglesia y en su Magisterio una gran ayuda para la formación de la conciencia: «Los cristianos, al formar su conciencia, deben atender con diligencia a la doctrina cierta y sagrada de la Iglesia. Pues, por voluntad de Cristo, la Iglesia católica es maestra de la verdad y su misión es anunciar y enseñar auténticamente la Verdad, que es Cristo, y, al mismo tiempo, declarar y confirmar con su autoridad los principios de orden moral que fluyen de la misma naturaleza humana» (Declaración sobre la libertad religiosa Dignitatis humanae, 14.). Por tanto, la autoridad de la Iglesia, que se pronuncia sobre las cuestiones morales, no menoscaba de ningún modo la libertad de conciencia de los cristianos; no sólo porque la libertad de la conciencia no es nunca libertad con respecto a la verdad, sino siempre y sólo en la verdad, sino también porque el Magisterio no presenta verdades ajenas a la conciencia cristiana, sino que manifiesta las verdades que ya debería poseer, desarrollándolas a partir del acto originario de la fe. La Iglesia se pone sólo y siempre al servicio de la conciencia, ayudándola a no ser zarandeada aquí y allá por cualquier viento de doctrina según el engaño de los hombres (cf. Ef 4, 14), a no desviarse de la verdad sobre el bien del hombre, sino a alcanzar con seguridad, especialmente en las cuestiones más difíciles, la verdad y a mantenerse en ella.