San Expedito, te amo y te necesito
Vaya por delante que no es mi intención herir ninguna sensibilidad. Respeto lo que llamamos la religiosidad popular, y las creencias tantas veces arraigadas profundamente en el sentimiento del pueblo.
Recibo, como tantos otros internautas, muchísimos correos-basura. El filtro antispam que tengo instalado se encarga del 99% de ellos, y ya no es que no los lea, es que ni siquiera aparecen en mi bandeja de entrada.
Hay otra buena cantidad de correos que, aunque entran en mi bandeja, no les presto mucha más atención: son esas colecciones de powerpoints, fotografías más o menos piadosas, mensajes edificantes, etc. Algunos llaman mi atención y me hacen pensar; otros, me provocan una sonrisa; muy pocos entran en lo que yo definiría como fundamentalismo. De todo hay, pues. A veces son tantos (sobre todo cuando vuelvo de algún viaje) que desisto siquiera de echarles una ojeada y los borro directamente. No quiero decir con esto que no agradezca los envíos, pues alguien destinó un poco de tiempo para hacerme llegar un mensaje, normalmente piadoso y edificante, y eso es de agradecer.
Ayer recibí tres veces este mensaje:
SAN EXPEDITO, EL SANTO DE LO IMPOSIBLE
Por favor no la corten, y dedícale 5 minutos, te la envío, con la convicción que no me equivoqué. El auténtico amor es aquel que sabe todo de ti, y sigue estando a tu lado.
Día de San Expedito. Con mucha FE!!!!
Es una cadena a San Expedito; pide lo que necesites concretamente, realmente es muy milagroso… (no la rompas es 1 segundo!)
San Expedito te amo y te necesito, estás en mi corazón, bendíceme y bendice a mi familia, mi hogar, mis amigos y enemigos (porque de ellos también aprendí), guarda mis bienes espirituales, mis sueños y proyectos, sé mi abogado y ejerce tu sabiduría para defenderme de los problemas que padezco. Protégeme de los males que me acechan y aleja de mí a aquellos que solo desean mi perdición. Hoy te pido me concedas la gracia de… (decir el pedido) y me comprometo a difundir tu nombre y tu capacidad de escucha; en nombre de Jesús … Amén.
Pasa este mensaje a 19 personas excepto tu y yo.
Recibirás un milagro en no más de 19 días.
No lo ignores y que DIOS a través de San Expedito te bendiga.
Posiblemente habrá quien piense que lo recibo tantas veces debido a mi poca piedad y mucha mala fe y mala leche, aunque, aún siendo verdad mi pobre condición, no creo que mi vida pegase un giro de 180 grados por rezarle a san Expedito… ¡con todos los respetos!
De san Expedito poco se puede decir a ciencia cierta. No sabemos si estamos ante uno de estos santos que provienen de los primeros siglos de la cristiandad, normalmente bañados en hazañas cuasi-milagrosas… o simplemente es una fábula o, al menos, es cuestionable su existencia. Existen páginas dedicadas a su devoción, por ejemplo ésta en Argentina. Poco a ciencia cierta sacamos de ellas, salvo oracionales y la propagación de la devoción al este santo, patrono de causas urgentes. La inmensa Wikipedia lo trata con cierta mesura y cuestiona su historicidad. No obstante, no trataré de esta devoción en particular.
Personalmente soy poco amigo de este tipo de intercesiones, tipo «rece 10 avemarías y ya verá como su deseo se cumple» o, como reza el mensaje, «pasa este mensaje a 19 personas y recibirás un milagro en no más de 19 días«. Me recuerdan mucho a una costumbre que fue algo popular hace décadas, de enviar por correo una carta con no se qué bendiciones y maldiciones, adjuntando una peseta, y urgiéndote a no romper la cadena y enviar idéntico mensaje a otras 20 personas, so pena de un terrible castigo. Evidentemente, todas las que yo recibí se cortaron. En resumen: creo en el poder de la intercesión, en la comunión de los santos, pero no en las recetas mágicas. Los tiempos cambian: lo que otrora fueron fotocopias enviadas por correo postal, ahora entran a nuestros correos electrónicos. Pero el fondo viene a ser similar.
¿Es esto religiosidad popular? Para mí, dudosamente. Quizas tenga aspectos que sirvan a algunos creyentes; otros me parecen poco evangélicos. Hay un precioso texto de la Evangelii Nuntiandi que viene bien para centrar el tema: «La religiosidad popular, cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz en la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción. Teniendo en cuenta esos aspectos, la llamamos gustosamente «piedad popular», es decir, religión del pueblo, más bien que religiosidad» (E.N. 48).
Termino con unas palabras de Antonio Montero, arzobispo emérito de Mérida-Badajoz, que decía en un artículo:
Al asomarnos a la religiosidad popular hemos de eliminar cualquier tic de autosuficiencia o menosprecio. No la situamos, sin más, como suele ocurrir tantas veces, en el campo de la patología de la fe, junto a la ignorancia religiosa, el fundamentalismo, el fanatismo o la superstición. La religiosidad popular es, pura y simplemente, la religiosidad del pueblo. Se mueve, pues, en las coordenadas de la gente común y asume sus modos de expresarse en la familia, la profesión, la sociedad y la cultura ambiente. Cierto que el concepto pueblo es también polivalente, con sus versiones que pasan de popular a pueblerino, y de éste a populachero.
Yendo a lo nuestro, hablamos de una religiosidad creyente, cristiana, católica y compartida por muchos. La más de las veces con fuerte arraigo tradicional, con acusadas expresiones emotivas, simbólicas y plásticas, sin que falle en el cóctel una vena de interioridad y hasta de intimismo religioso (rezar a solas ante el Cristo o la Virgen de la ermita).
En la tradición religiosa de España, con fuerte reflejo en Iberoamérica, la religiosidad popular se manifiesta en la fuerza emocional de las imágenes sagradas, en las cofradías que les dan culto y en las procesiones que desfilan por las calles para la veneración del gran público. Cristo, la Virgen, los santos, o, más exactamente, los Cristos y las Vírgenes más veneradas por el pueblo, se nos muestran como si se diera en ellos una segunda encarnación de esos sagrados personajes en el lienzo o la talla de un artista inspirado. El mundo de los iconos orientales, que se veneran como presencia misma de quienes representan, pueden ser un noble referente de la piedad y la devoción ardiente ante el Cristo del Amor, la Virgen de la Amargura, o la Patrona de cada pueblo.
Es, por lo general, falso e injurioso que se trate aquí de idolatría. Todos saben bien que Cristo y la Virgen sólo son uno y una, y están en el cielo. A Él y a ella son a los que adoran e imploran aquí, sobrepasando la mediación del lienzo o de la talla. Se ofenden sobremanera, y con razón, si se les tilda de adorar a un leño o a un trozo de arpillera. No, no es ése el fallo de la religiosidad popular. Sus lastres, innegables y graves tantas veces, son la carencia de catequesis cristiana y el consiguiente reduccionismo de la práctica religiosa y de la misma fe a esos gestos y signos, desprovistos de vida litúrgica y sacramental, sobrecargados de exterioridades, deficientes en la fe personal e incoherentes en el comportamiento moral.
Se dan también degeneraciones vulgares de esa religiosidad, con signos tan pintorescos como robarle el Niño a San Antonio, tragarse papelines con efigies de santos para aprobar los exámenes, o acudir los martes a Santa Marta para alcanzar más favores. Pero ni la religiosidad popular ni ninguna otra cosa debe ser definida por su caricatura. Todos, aunque no seamos iletrados ni (quizá por desgracia) pueblo, tenemos nuestro Cristo, nuestra Virgen, nuestro santo, nuestra cruz o medalla, enraizados en nuestra historia personal de salvación. Todos conservamos, Dios lo quiera, un rincón íntimo de religiosidad popular, desde el que nos hacemos como niños ante el Padre, Cristo y María.
La Iglesia del Vaticano II no sólo no ha sepultado ni barrido la religiosidad popular; más bien, por el contrario, la ha redescubierto y valorado, considerándola como un campo privilegiado para la evangelización y una plataforma muy idónea, y a veces casi la única, para evangelizar desde ella.
Me quedo, pues, con lo que la Evangelii Nuntiandi decía en el texto: Religiosidad popular, sí, pero con un sentido evangelizador.