La tristeza de un niño
Ayer, 7 de enero, me pasé buena parte del dia en el aeropuerto de Barcelona. Las esperas entre vuelos son irremediables cuando hay que hacer escalas para llegar a un determinado destino, y cuando estas escalas se alargan, por la razón que sea, puede llegar a ser desesperante el tener que pasarte 4, 5 o más horas sin más cosa que hacer que tener paciencia, leer o pasear.
Eso es lo que tuve que hacer yo en el aeropuerto del Prat, ya que el poco tiempo (relativamente) no me llegaba como para irme a pasear por Barcelona. Pero también fue una buena ocasión para observar el ir y venir de las personas y descubrir situaciones que me invitaron a la reflexión.
Pasaron también algunos famosetes por allí. Sin mención, son unos usuarios más de los servicios aeroportuarios y para mí la fama es algo relativo y, tantas veces, mal interpretado.
La imagen que vi que más ha perdurado en mi retina es el rostro de un niño de unos 5 años que llegaba en un vuelo desde el sur de España. Venía solo (acompañado por una azafata hasta que pasó la puerta de salida), donde le esperaba una pareja de mediana edad. En apenas los 3 ó 4 minutos que duró el trámite de firmar los papeles de entrega que le presentaba la azafata a la señora, y por la conversación que tuvieron ente ellos y que ocurría a escasos dos metros de donde yo estaba, pude reconstruir una historia que, me atrevo a decir, no se aleja mucho de la realidad.
El niño venía de estar unos días con su papá. No sé si todas las navidades, o quizás solo el año nuevo. Estaba claro también que la mujer que lo recogía era su mamá, y que el señor que la acompañaba, su nueva pareja.
El niño estaba desolado. No mostraba signos de alegría, y lentos lagrimones caían por su cara. Mientras, las preguntas de su mamá: ¿Qué tal te lo has pasado? ¿Quién te ha dado esa mochila? ect… El señor, intentando animarle: ya verás cuántos regalos te esperan en casa… Pero ni eso hacía reaccionar con alegría al niño que, casi como un poste, apenas se movía y tan sólo reflejaba en su rostro una pena amarga que, en un niño de tan corta edad, se hace aún más desgarradora.
Al niño le importaban un pimiento los nuevos regalos que tuviese en su casa. El niño vivía una situación de sufrimiento por la separación de sus padres biológicos y por las, cada vez, más capciosas preguntas de su madre acerca de su estancia con el padre.
Al final, hechos los trámites de firmar la recogida del pequeñin, los tres marcharon hacia el coche.
No me queda la menor duda de que el perdedor en la separación de sus padres fue el niño. Su tristeza fue muy reveladora. No sé si tendría la sensación de sentirse utilizado en la relación de sus padres, o como un paquete que va y viene según le toque a uno u otro, en el régimen de visitas que, quizás, ha ordenado un juez. Sólo me quedo con su tristeza, con su lagrimón cayendo por el rostro y su cara seria, abatida, ausente.
En los dolores y errores de los adultos, ¡cuántas veces los «paganos» son los más indefensos!